La mirada como revelación. Una razón poética, escritos de María Zambrano.
Exposición en solitario por Lucía Urrutia, Rayón 376 Guadalajara Jalisco, 2024.
La mirada y el acceso a la verdad
Uno de nuestros anhelos más básicos —más hondos— es el anhelo por la verdad. Los humanos no sólo queremos la verdad; la necesitamos. No una verdad cualquiera, sino una que —de tan verdadera—, nos ofrezca un suelo sólido que nos sostenga y desde donde podamos vivir sin que nuestro vínculo con el mundo se nos presente como una farsa.
Filosofía, religión, arte y ciencia —cada una con sus gestos y desde sus ámbitos— están unidas por ese mismo afán de verdad: procuran dotar a los humanos de ese piso que no se agriete, que no se rompa, y que haga posible la vida. Pero la verdad se nos escapa. Tan pronto intentamos apropiarnos de ella —o incluso apenas nombrarla— se nos esfuma. Y la aparente solidez que le conferíamos va cediendo hasta dejarnos de nuevo sin soporte, o en arenas movedizas.
La paradoja es terrible: necesitamos algo que no podemos tener —porque tenerlo sería perderlo— y, al mismo tiempo, no podemos dejar de ansiar. Acaso nos vamos sólo acercando, construyendo pequeños apoyos provisionales que parecen medianamente seguros para poner ahí los pies y no caer en el agujero.
La escritora Clarice Lispector notó ese drama vital y lo consignó en estas bellas palabras: La verdad última nunca se dice. Quien sepa la verdad que venga. Y que hable. Escucharemos afligidos.
Quizá una de las formulaciones recientes que más arroja luz sobre el enigma de la verdad es la del filósofo español José Ortega y Gasset: en un curso universitario de 1932 afirmó que “la verdad es aquello que aquieta una inquietud”.
En su aparente simplicidad, el enunciado carga una intuición genial: para que haya verdad, se requiere de una inquietud. Es decir que la duda —la grieta— es la que hace necesaria la verdad. O, dicho de otro modo, que primero es la grieta, la herida, y luego se busca la verdad para sanarla de raíz.
María Zambrano —estudiante de Ortega y una de las filósofas más importantes del siglo XX— asumió con valentía la tarea improbable: inspeccionar la fisura, y posar la mirada en el hueco que se abre, ya que en él reside el germen de la verdad.
Ella sospechó que el lenguaje —herramienta privilegiada por toda la tradición occidental— no alcanzaba para llegar a la verdad, por moverse ésta en el territorio de lo inaprensible. Poseer la verdad significaría matarla.
Y así, postulando una razón poética, le parecía que el balbuceo era más preciso para rastrear en la hendidura. Zambrano se situó siempre en los límites del lenguaje y su aportación fue la de ir más allá de esos límites, y romperlos. Una de esas rupturas merece el nombre de mirada. Si la verdad no se puede tener, tal vez sí se la pueda mirar:
que se vayan abriendo los ojos que los primeros vivientes no tuvieron […] Los ojos con que miramos lo que ni siquiera sabemos si es visible, con los que rastreamos la presencia y la figura. Aurora de la palabra son los ojos que así miran.
Esta idea de María Zambrano es la que sirvió de motivo para el proceso creativo de Lucía Urrutia, que hoy nos presenta una obra que explora precisamente la mirada —esa mirada profunda que se detiene en lo que, de tan hondo y huidizo, no se puede nombrar—.
Que se comprenda que cuando mira el fondo de la hondonada, o simplemente lo que yace abajo, se le vaya haciendo una cierta claridad. Que encuentre también la claridad mirando a lo de abajo.
Pareciera que Lucía no sólo construye un ámbito en donde lo azul evoca el umbral en que la palabra se rompe y la verdad se abre —ese umbral como territorio en el que colindan y se funden lo más luminoso y lo más umbrío—, sino que declara precisamente a La mirada como revelación, es decir, la mirada como desgarramiento del velo que cubre las cosas: la mirada, en fin, como verdad.
Bernardo García González